viernes, 19 de febrero de 2010

Arte y denuncia: la tortura en la tela

Por Mariana Malagón.

Introducción.

En este texto me interesa explorar y problematizar el modo en que se pueden relacionar las nociones de “arte”, “denuncia”, “protesta”, “posmodernidad” y “estética”. Tomo como material de análisis algunas reproducciones de cuadros pintados por Fernando Botero que tienen como tema las torturas perpetradas por soldados norteamericanos a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Pero no solo analizo estas reproducciones sino también el modo en que el arte de Botero toma estado público.

Me enteré de este trabajo por medio de un artículo titulado“¿Quien recordaría Guernica si no fuera por la pintura de Picasso?” escrito por Ana Baron y publicado en el diario Clarín el día 11 de marzo de 2007 (http://www.clarin.com/diario/2007/03/11/sociedad/s-05415.htm). La volanta del artículo dice: “Fernando Botero y su obra resistida en EE.UU.”. La bajada expresa: “Ningún museo de EE.UU. aceptó exponer sus cuadros sobre la tortura en Abu Ghraib. Esas pinturas se exhiben ahora en Berkeley, pero sin financiamiento público”. La nota esta en la sección Cultura y ocupa dos páginas.

Busqué información en internet. Hallé varias páginas donde se reproducen algunas obras ( http://www.revistadiners.com.co/noticia.php3?nt=24663) y comentarios y entrevistas al pintor. Quería ver los cuadros, pero me encontré también con las fotos reales, sobre las que se inspiró Botero (http://www.elmundo.es/fotografia/2004/05/fotosirak/). Las fotografías me resultaron mucho más terribles que los cuadros. Eran verdaderas. Me refiero a que en ellas no había arte que suavizara la terrible visión de la tortura. Las fotografías reproducen el sufrimiento de esas personas torturadas y el espectador mira por los ojos de quien fotografió. La mirada de Botero es piadosa. La del fotógrafo es cruel. Esas fotos continúan torturando a esos hombres y mujeres. Los cuadros denuncian la violencia. Las fotografías la enuncian, la dicen, la exponen, la exhiben. El espectador queda capturado por los ojos de quien captura porque en definitiva, tanto el cuadro como la fotografía, reproducen lo que otro percibió.

Posmodernidad, arte, estética.

El concepto de “posmodernidad” es fundamental para analizar las contradicciones en las que se encuentra el pensamiento en la actualidad. Es un concepto nacido en el campo artístico que da cuenta del problema del arte en la sociedad de masas de posguerra. Esta sociedad, volcada al consumo, consume también arte. El arte burgués daba cuenta de los objetos artísticos como bienes que mostraban el poder económico (Berger, 2000). El arte de vanguardia reacciona contra esta noción del objeto artístico como “bien” burgués y propone que el arte cuestione lo existente -lo real y el modo en que lo percibimos e interpretamos- y por ello es un arte político y de experimentación. En la década del sesenta, como explica Jameson (1999), el arte de vanguardia es un arte académico, absorbido por las instituciones del campo del arte que le pone precio a las mismas obras que cuestionaban los valores burgueses.

Si la vanguardia critica la idea de que el arte debe copiar la realidad para disfrutar de su belleza y por ello apela al inconsciente, a la fantasía, a lo abstracto -entre otras categorías de “lo no realista”-, el campo artístico de los años sesenta compra estas ideas. “Lo vanguardista” constituye el valor estético y el valor monetario de las obras. Adquirir una obra de vanguardia es un negocio de compra de capital social: el dueño ostenta su lugar en la sociedad y esto le da prestigio porque si tiene la obra es porque tiene mucho dinero. Los dueños de estas costosísimas obras de arte creen que de este modo acceden a lo sublime. Lo sublime se compra. Esta es la esencia de lo posmoderno: las experiencias se pagan con dinero, se compran. Y por eso decía que el término posmoderno me parece válido en tanto como bien plantea Jameson, la posmodernidad presenta características que “…fueron rasgos secundarios o menores del arte modernista, marginales y no centrales, y que estamos ante algo nuevo cuando se convierten en los rasgos centrales de la producción cultural” (1999: 35).

La posmodernidad exacerba lo que ya observó Benjamin (ver Buck-Morss, 1995) en la cultura parisina de mediados y fines del siglo XIX: el culto a las mercancías (también observado por Marx como “fetichismo de las mercancías”), la producción y reproducción en serie, la cultura de masas, la soledad y el anonimato de los individuos en la muchedumbre urbana, la moda como lo siempre nuevo que se vuelve obsoleto en el preciso instante de su aparición, como sucede con la noticia periodística. Pero principalmente, como señala Jameson, pero refiriéndose a la posmodernidad: “…la desaparición del sentido de la historia, el modo en que todo nuestro sistema social contemporáneo empezó a perder poco a poco su capacidad de retener su propio pasado y a vivir en un presente perpetuo y un cambio permanente que anula las tradiciones…” (1999:37). Como plantean Adorno y Horkheimer (2001), la modernidad toma de sí misma lo peor. Agrego que lo posmoderno exalta esto peor de la modernidad.

Las vanguardias son lo nuevo, son el futuro en el presente. Las vanguardias fueron un momento de exaltación de la experiencia aurática. “Advertir el aura de una cosa significa dotarla de la capacidad de mirar”, dice Benjamin (2007:31). Ya no se trata de la experiencia subjetiva de quien interpreta la obra (como en la estética kantiana) sino que el aura despoja al sujeto de su subjetividad y lo coloca en la dimensión del misterio. El misterio divino, místico o religioso se refiere a la fuerza profana de la comunidad que se sublima, consagra y sacraliza en algo superior a cada individuo, volviéndolo parte de algo más grande que él mismo en su mismidad, particularidad, transitoriedad y mortalidad. Es muy claro Goux (1998) cuando explica que los sacerdotes -como Tiresias en la tragedia de Edipo-, son los custodios de la tradición que encierra los secretos de lo que la comunidad preserva del paso del tiempo. Lo divino es lo que se guarda amorosamente. La memoria transporta nuestro efímero cuerpo presente hacia el pasado que se sacraliza como inmortal.

Las obras que hoy consideramos artísticas fueron antes de la concepción moderna del arte, objetos de adoración a través de los cuales experimentar lo divino. Las obras de arte modernas conservan su aura en tanto también guardan la experiencia de lo divino porque pertenecemos a una comunidad. Pero claro, estos valores comunitarios se fueron transformando a lo largo de los siglos en valores sociales (en el sentido de Tonnies, 1947). Y el valor social fundante del capitalismo es el de la mercancía. La obra de arte es una mercancía y ese es su valor. Este valor monetario, contante y sonante, es ambiguamente reconocido. Cuando se pagan millones de dólares por un cuadro, se reconoce. Cuando me pierdo -abandono mi subjetividad- observando por ejemplo un cuadro de Magritte, lo superior me convoca. Esa cosa sin nombre que es más que yo disuelve mi narcisismo, mi egoísta amor propio que se aferra a mi yo y desconoce a los otros. Y lo maravilloso es que no hay otros. Porque como decía Sartre, el infierno son los otros. El arte sublima la insoportable pertenencia a la comunidad. Porque no se trata de ensalzar lo comunitario sino también de denunciar su opresión. La sumisión individual al todo social que nos convierte en personas y por lo que tanto sufrimos, como bien ha explicado Freud en “Sobre el malestar en la cultura” (1997). En lo divino, y por ende en el arte, los otros están presentes en su ausencia. La mercancía como el gran valor cultural capitalista se opaca en mi experiencia aurática con el cuadro de Magritte pero no deja de estar presente porque el cuadro me mira desde un libro que compré en una librería (y que pagué barato porque fue antes de la devaluación). Mi experiencia aurática esta irremediablemente atravesada por mi condición de consumidora argentina (condición degradada si la hay).

Una obra artística representa las fantasías, imágenes y deseos colectivos. No se puede considerar a un cuadro como producto de una persona concreta, aunque lo sea. Eso es una ficción burguesa para convencer al pintor de que cobre caro su cuadro. Aunque en la actualidad nos une la adoración al fetiche, considero que existe sin embargo una pertenencia a un imaginario “todo social”, que no nos vincula con el pasado sino con un presente mercantil en permanente obsolescencia, como observó Benjamin.

Pero así como el arte es actualmente consumo y reproducción del sistema, también en el arte -o en algunas de sus obras- se expresa el otro gran relato de la modernidad, que es el de la emancipación. Porque así como en la modernidad se constituyó en torno al relato del orden y el progreso capitalista, también elaboró teorías y prácticas no capitalistas. Entonces, me parece que el arte es el terreno en el que conviven esos dos grandes relatos. Cito a Adorno: “El movimiento inmanente del arte contra la sociedad es uno de sus elementos sociales, pero no su actitud manifiesta respecto a ella. Su gesto histórico rechaza la realidad empírica aunque la obra de arte, en cuanto cosa, sea una aparte ella. De poder atribuirse a las obras de arte una función social, sería la de su falta de semejante función” (1983:297). Esta cita me ayuda a explicar que la autonomía del arte no es más que ese momento en que la sociedad dejar de adorar a los dioses para adorar la propia autoinstitución de lo social Goux (1998).

El problema es que -por ahora, al menos- solo el arte está en condiciones de expresar la autoconciencia del ser social. Como dice Grüner: “…en la medida en que la violencia que recorre la esfera de lo político no es registra por las teorías dominantes, el arte se hace cargo de ella” (2005:318). Solo el arte puede hablar de aquello, que como explica Grüner lo político reprime y que es la violencia fundacional de un orden que excluye a las masas “…que son sacrificadas en el ritual violento de un orden que funciona…para el poder” (2005:335).

La denuncia, la protesta, las fotografías, los cuadros.

La protesta es plebeya. La denuncia es elegante. Puede denunciar quien tiene palabras y medios para expresarse ante el poder. Protesta quien se harta de ser ignorado por el poder (aunque a veces el poder, muy astuto, también protesta para acallar a quienes denuncian). La protesta manifiesta enojo y siempre es contra algo o alguien. El arte puede protestar y denunciar. Como expliqué antes, el arte es denuncia y protesta porque su posición constitutiva crítica así lo define: tiene los elementos expresivos para denunciar y además puede mostrar la rabia, el enojo, la cólera. Pero algunos artistas en ciertas circunstancias enuncian claramente este “rol antisocial”, como dice Adorno (1983). El arte de denuncia ha tenido mala fama porque muchas veces ha sacrificado sus valores artísticos por la propuesta política. Se ha utilizado al arte para defender cierta postura frente al poder. Y entonces la pregunta es: ¿eso es arte o propaganda?

Adorno ha planteado que solo la autonomía del arte con respecto al poder y a los poderosos puede mostrar la imposibilidad de la reconciliación (del fetichismo ideológico que encubre la dominación). Cuando el arte de protesta y denuncia olvida que su especificidad es “…negar y superar la realidad empírica” (Adorno, 1983: 333), entonces se convierte en un mensaje propagandístico. Con palabras de Adorno: “Que las obras de arte renuncien a la comunicación es una condición necesaria, pero no suficiente, de su esencia no ideológica. El criterio central es la fuerza de su expresión, gracias a cuya tensión las obras de arte con un gesto sin palabras se hacen elocuentes. Por su expresión, la obras aparecen como heridas sociales…El principal testigo de lo que decimos es el Guernica de Picasso” (1983: 311). Las palabras de Adorno son las indicadas: el arte de denuncia es una herida. Una herida a la pretensión ideológica de totalidad y reconciliación.

Las pinturas de Botero de la serie “Abu Ghraib” fueron noticia en todo el mundo a partir del momento en que varios museos de Estados Unidos no quisieron exponer su trabajo. Si Botero quería conmover a la sociedad, lo logró. La sociedad norteamericana no quiere ver esos cuadros. Pero sus soldados sí quisieron ver la tortura. Los perpetradores del horror quisieron documentar lo que hacían. Sospecho que las fotografías formaban parte de la sesión de tortura porque en ellas se observa que se obliga a posar a los presos. La cámara fotográfica era un instrumento de tortura ya que implicaba que otros verían la humillación de esas personas. Doble tormento.

El poder brutal de la tortura y los golpes es el poder real, en un sentido lacaniano, porque es pura materia (carne, sangre, órganos, huesos). No es que no sea simbólico, ya que simboliza la dominación y la amenaza del asesinato. Pero está en el límite. La violencia representa el delgado límite entre lo real y lo simbólico. La tortura despoja al ser humano de su humanidad, lo convierte en puro dolor. El dolor corporal intenso se impone sobre cualquier otra percepción, borrando o aplastando la subjetividad que queda sometida a un poder superior: el del sufrimiento. Contra el dolor poco o nada se puede hacer sin calmantes o anestesia. Solo se puede sufrir. ¿Pero qué subjetividad es esa?

Para los torturadores se trata de aplastar toda subjetividad casi hasta el límite porque sin oprimido no hay opresor. Las fotos de Abu Ghraib buscaban documentar eso. Los torturadores suelen dejar a algunas víctimas libres, para que cuenten lo sucedido. Ese es el simbolismo de la tortura: representar el dominio en el límite de lo humano. Y las fotografías muestran el placer por este dominio.

Cuando las fotografías se convirtieron en noticia, los medios de comunicación las interpretaron o como un exceso de las tropas o cómo una maniobra habitual de la salvaje opresión del ejército invasor, según la línea ideológica de cada medio. Lo cierto es que recibieron una condena unánime. Más allá de las leves penas castrenses que sufrieron los torturadores, las fotografías cumplieron el objetivo de mostrar al mundo entero el dominio norteamericano sobre las fuerzas iraquíes. Aunque reprobadas, esas fotografías muestran sin embargo el horror con los ojos de los opresores. Sentimos horror y desaprobamos esas imágenes pero a pesar de eso no podemos hacer nada sino solo mirar y lamentarnos.

En varios reportajes Botero dijo que pintó las torturas de Abu Ghraib movilizado por la ira que sentía. El artista hace algo con eso que siente. Uno, como espectador, solo siente bronca. Las pinturas de Botero son representaciones figurativas y bastante parecidas a las fotografías. El pintor eligió prácticamente copiar lo que esas fotos le mostraban. Por supuesto no copias exactas sino que son recreaciones.

Analizo dos. La primera (http://www.revistadiners.com.co/media/DSC00209_1.jpg) es la que muestra a un soldado vendando, con cintas en las muñecas y en los pies y vestido con un corpiño y una bombacha de mujer y chorreando sangre por sus heridas. Es un hombre fornido, gordo, tal cual el peculiar estilo de Botero de pintar figuras humanas obesas. Es un musculoso cuerpo de soldado casi erótico, pero no por la ropa interior sino por la sensualidad típica del hombre fuerte. Sin embargo, esa mezcla de sensualidad y humillación sexual se devela como monstruosa. Lo mismo sucede con el otro cuadro (http://www.revistadiners.com.co/media/BOTERO45.jpg ) en el que se ve a un feroz perro parado sobre un hombre semidesnudo, también vendado y maniatado, tirado boca abajo. El sanguinario rostro del perro, que también es musculoso y fornido, es la monstruosa cara del diablo de las pinturas medievales.

Las pinturas de la serie Abu Ghraib tienen algunas características de los cuadros medievales que recrean el calvario cristiano, con sus santos y cristos crucificados. También tienen el estilo de las pinturas del infierno de El Bosco, Giovanni da Modena y los hermanos Limbourg. Los personajes de estas obras también están desnudos y padeciendo algún tipo de tortura (incluso la sodomía con objetos u otro tipo de humillación sexual). En ellas se resaltan los muslos, las colas, los pechos y los genitales de modo que aparecen ambiguamente en posiciones parecidas a las del acto sexual en sus diferentes formas. En estas obras figuran diablos y monstruos con formas animales y grotescamente humanas. El perro de la obra descripta y los torturadores de los otros cuadros que apalean a los prisioneros son como aquellos monstruos medievales de las pinturas.

La serie de Abu Ghraib trabaja una estética de lo espantoso y monstruoso más que de lo feo. El arte ha tenido la capacidad de hacer de lo feo un objeto de contemplación. Se ha definido la belleza como gusto desinteresado, ya que no se tiene la intención de poseer el objeto contemplado y se lo admira por el solo placer de hacerlo. Se ha escrito sobre lo sublime como aquello que despierta miedo o espanto pero que sin embargo se puede contemplar porque se está a distancia de lo terrorífico. Los cuadros del infierno o del calvario de Cristo forman parte de ese arte que sublima lo espantoso y lo convierte en objeto de contemplación. La distancia permite la observación. Pero se trata de una distancia fenomenológica y no espacial. Las fotografías de Abu Ghraib no tienen la distancia que tienen los cuadros de Botero porque la mirada del fotógrafo es la mirada del torturador que se deleita con su violencia y utiliza la cámara como elemento de tortura.

La diferencia entre los cuadros del calvario cristiano y las del infierno es que en las segundas los pecadores merecen su padecimiento. El Cristo o el santo no merecen el dolor y por ello la mirada del pintor es de compasión. Lo mismo sucede con la mirada de Botero sobre aquellos prisioneros y por eso se puede ver en ellos una similitud estilística con los cristos y los santos. Sin embargo, Botero no pudo dejar de pintar la maldad y por ello debió pintar los cuerpos humillados y la presencia de los hombres-monstruos en posición dominante frente a la patética sumisión de los torturados.

Conclusiones.

Se podría considerar al trabajo de Botero como una exaltación de lo mejor de la modernidad desde el mismo movimiento posmoderno. Describo algunas de sus características. En primer lugar su arte es relativamente figurativo ya que la figura humana es más que obesa, redonda. Sus figuras son circulares, como si fueran las imágenes deformadas de los espejos que distorsionan lo reflejado de modo que parece ensanchado a los costados. En segundo lugar, Botero se aleja de la perspectiva tradicional, ya que el espacio en el que se encuentra la figura está también distorsionado de una manera similar a la de algunos cuadros vanguardistas, en los cuales la colocación de los objetos en el espacio no es natural o posible. En la serie de Abu Ghraib, Botero mantiene este estilo pictórico, pero sus figuras son más musculosas y fornidas, supongo que porque se trata de soldados entrenados para la lucha. Los músculos de los soldados oprimidos y opresores están excesivamente redondeados, casi inflados. Sin embargo, nada tienen de esas plácidas figuras naïf de sus trabajos anteriores. Son monstruosas y sufrientes. En tercer lugar toma elementos del arte medieval y también del barroco flamenco de Rubens, a quien Botero ha dicho emular.

Las tres características descriptas dan cuenta del consciente diálogo de Botero con el legado artístico del arte medieval y moderno, más que del pastiche del que habla Jameson (1999) con respecto al arte posmoderno. Botero retoma estilos, escuelas, temáticas, movimientos y las actualiza con un gesto que no es irónico o nostálgico, sino devoto. Y utilizo la palabra “devoto” por sus connotaciones religiosas, en tanto Botero venera a sus antepasados y los convoca en su legado para que formen parte de su trabajo.

Otra característica de la serie Abu Ghraib es el hecho de que el artista haya trabajado sobre fotografías publicadas en los medios masivos de comunicación. El pintor quedó atrapado por esas imágenes y las copió. Hay algo “muy Warhol” en ese gesto Pero en esa copia transformó las significaciones de esas imágenes incluyendo a la parodia del pop art y renegando de ella en un solo movimiento. Botero quedó capturado por esas fotografías publicadas en los diarios, por esas imágenes que convirtieron en un presente perpetuo la tortura de los prisioneros. Pero el artista pudo revertir el sentido de ese presente para redimir a las víctimas. Así como las noticias se vuelven obsoletas en el mismo momento de su publicación, así Botero pudo registrar para la historia lo que sucedió en Abu Ghraib.

La industria cultural produce bienes culturales de consumo y por ende de deglución y defecación. El arte -o cierto arte- busca perpetuar la memoria cultural. Esto es lo que buscó Botero: que esas fotografías no fueran solo “noticias de ayer”, como dice una canción de los Redonditos de Ricota. En un tercer movimiento, la serie de Abu Ghraib fue noticia de los medios de comunicación de la industria cultural. Y este también es un efecto del arte de denuncia de Botero, quizás no buscado. Pero este efecto encaja con las características del arte de protesta, un movimiento que busca salir de los museos y ser parte del espacio público social. Lo cierto es que los medios masivos de comunicación son uno de los escenarios principales de lo público, aunque reine en ellos la lógica mercantil y los intereses políticos. Yo misma me enteré de su trabajo por el diario y pude mirar las reproducciones de su obra en internet.

¿Qué queda de la experiencia aurática luego de mirar cuadros por internet? Queda el deseo de poder verlas algún día expuestas en un museo de Buenos Aires para admirar la fuerza de su expresión y de su autenticidad. Pero no autenticidad en un sentido material y monetario, como hacen los coleccionistas, sino en el sentido de verdadera creatividad social. Porque considero que los artistas son como los profetas bíblicos, convocados por Dios para decir una verdad. La verdad de lo que arte puede decir sobre la opresión, la violencia, la injusticia, el dolor, la mentira. Una verdad más poderosa, ya que como dice Adorno, niega y supera la realidad empírica. Esta realidad tan mundana, concreta, injusta, agobiante, transitoria y aburrida

Y no se trata de una verdad anunciada para cada uno de nosotros como seres individuales sino de uno verdad dicha para la sociedad en su conjunto. Sociedad que está -más que dividida- desgarrada en clases sociales y que como dije antes, comparte más que un pasado, un presente en permanente obsolescencia. Sin embargo, creo que el arte y la literatura son terrenos (espacios, lugares, esferas) que la sociedad aún tiene para resguardar su memoria como sociedad.

Botero quedó con su serie de Abu Ghraib expuesto a cruzar la delgada línea que separa el arte de la propaganda. Pero eso es también lo interesante de su trabajo y lo que a mí me llamó la atención. Porque desde un arte que no puede ser más que posmoderno, reivindica los valores del gran relato moderno de la emancipación. Y digo que ese arte no puede ser más que posmoderno porque Botero forma parte del campo del arte, aunque se resista y logre a veces salirse de él. Pero como decía antes, el arte es expresión de los dos grandes relatos la modernidad aunque quede sojuzgado por la lógica capitalista y pueda ser expresión algunas veces del lema del fin de la historia.

Creo que lo posmoderno, en definitiva, es la exaltada propaganda del gran relato que supone la reconciliación y la totalidad social. Lo posmoderno no hace más que agravar características propias del capitalismo industrial del siglo XIX en el siglo XX y XXI. El concepto supone que la modernidad se superó a sí misma y que ahora no queda más que celebrarla en un continuo presente que toma elementos del pasado. Se trae al pasado para parodiarlo, ya que el presente no tiene suficiente creatividad y energía, como plantea Jameson. Pero en el arte conviven dos corrientes o fuerzas ideológicas que plantean cosas distintas. Botero pinta desde la estética posmoderna pero para denunciar la injusticia, generando un cruce sintomático de estos tiempos posmodernos, en los que el pensamiento apenas se atreve a imaginar una realidad diferente a la existente. Botero pinta lo que vio en las fotografías. ¿Podía o debía pintar otra cosa? Apenas puede imaginar otra cosa (los gestos del calvario cristiano) pero con ese gesto que no es más que una copia, logra volverse contra esta sociedad que salvajemente se miente, violenta y desgarra a sí misma.

Bibliografía.

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Freud, Sigmund (1997):“Sobre el malestar en la cultura”, en Obras Completas, Losada, Buenos Aires.

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Grüner, Eduardo (2005): El fin de las pequeñas historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico, Paidos, Buenos Aires.

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Tonnies Ferdinand (1947): Comunidad y Sociedad, Losada, Buenos Aires.